Míranos, aquí, en el centro de la
pista. Observa nuestras caderas moviéndose de un lado para el otro,
el pelo danzando al mismo ritmo y nuestro cuerpo vibrando con la
música. Saltamos y gritamos, enloquecemos ante nuestro estribillo
favorito. El brazo bien en alto, el vaso sobre los demás, lejos del
peligro. Es lo más importante, si se cae, adiós fiesta, adiós
diversión, adiós noche. Dependemos de ese estúpido líquido más
que de la sonrisa que nos brinda el chico de enfrente, adictivo. Los
amos de la fiesta, sí señor. En un par de horas las luces de
colores parecen pinchar nuestros ojos con sus largos dedos y nos
atrapan, nos hacen girar y girar hasta que todo se vuelve borroso.
Nuestra razón permanece enterrada y salta a la pista nuestro animal
interior, nuestra bestia. Las garras arañan a sus presas y los
rugidos marcan el terreno, espantando a las moscas, a los débiles.
Corren los ríos de alcohol por nuestras venas. Gritamos. Libertad.
Fiesta. Poderío. No queremos que termine nunca. Seguimos saltando,
míranos, míranos. Tan alegres. Tan ignorantes. Tan locas. Tan
sexys. ¿No quieres jugar? Oh, claro que sí, pequeña gacela. La
pregunta no es esa, sino otra: ¿sobrevivirás a nuestras fauces? Y
la noche y nosotras te devoramos, los leones, los amos de la fiesta.
Fin.
Día siguiente. Duele, todo duele. Los
recuerdos, la cabeza, la garganta, el pie del resbalón por el vómito
de la alfombra. Duele tu desnudez entre las sábanas, el rostro a tu
lado que no reconoces, duele la ignorancia. Duele la inconsciencia.
Se acabó la fiesta y comienza la realidad. ¿Dónde está tu vaso?
Necesitas ahogar el dolor en él, antes de que comience a dolerte
algo todavía más interno. Llega igual.
Duele, duele la pérdida de tu orgullo.